La Comunicación

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sábado, 10 de septiembre de 2016

Comienzo de la novela El perfume, del autor Patrick Suskind.

    ©Mariana Nuñez Vargas
«En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sabanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales; (…)  Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. (…) Y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente, no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún  hedor. Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, (…). Fue aquí, en el lugar más maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean Baptiste Grenouille(…)»
El comienzo del Perfume, siendo de corte realista, raya en lo extremo y nos sacude. Y aunque nos revela quien es el monstruo de la novela, en lugar de  eliminar nuestro interés, nos atrae. Capta nuestra atención una narrativa que describe la antítesis de “la belleza”, “lo sublime”, conceptos propios de la conciencia humana. Sin llegar a los versos de Baudelaire, que revolucionaron su época como “malditos”, éste comienzo nos deleita saboreando intensamente: lo feo, lo repugnante, lo sucio, lo aterrador. Resaltando, asimismo, las vicisitudes y condiciones de los desposeídos, los sin nombre, que como vemos existen desde que el mundo es mundo. Basta este párrafo: “Cuando se iniciaron los dolores de parto. La madre de Grenouille se encontraba en un puesto de pescado de la Rue de Fers escamando albures que había destripado previamente.(…) Solo quería que los dolores de parto cesaran, acabar lo más rápidamente con el repugnante parto. Era el quinto. Todos los había tenido en el puesto de pescado y las cinco criaturas habían nacido muertas o medio muertas, porque su carne sanguinolenta se distinguía apenas de las tripas de pescado que cubrían el suelo y no sobrevivían entre ellas (…)”.

Una pequeña muestra de lo que vendrá y el final será todavía más revelador e impactante. Sin ser una denuncia social, lleva implícito una reflexión o critica acerca del comportamiento humano y la sociedad. Su lado “más grotesco”.

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