©Mariana Nuñez Vargas
«En el siglo XVIII vivió en
Francia uno de los hombres más abominables de una época en que no escasearon
los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba
Jean Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos
geniales como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón, etcétera, ha caído en el
olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos
hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes,
inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición
se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo
de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba
en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles
apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de
las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a
col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo
enmohecido; los dormitorios, a sabanas grasientas, a edredones húmedos y al
penetrante olor dulzón de los orinales; (…) Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa
sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a
cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria
y a tumores malignos. (…) Y, si, incluso el rey apestaba como un animal
carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno,
porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las
bacterias y por consiguiente, no había ninguna acción humana, ni creadora ni
destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no
fuera acompañada de algún hedor. Y, como
es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París
era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor
se convertía en infernal, (…). Fue aquí, en el lugar más maloliente de todo el
reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean Baptiste Grenouille(…)»
El comienzo del Perfume, siendo
de corte realista, raya en lo extremo y nos sacude. Y aunque nos revela quien
es el monstruo de la novela, en lugar de eliminar nuestro interés, nos atrae. Capta
nuestra atención una narrativa que describe la antítesis de “la belleza”, “lo sublime”,
conceptos propios de la conciencia humana. Sin llegar a los versos de
Baudelaire, que revolucionaron su época como “malditos”, éste comienzo nos
deleita saboreando intensamente: lo feo, lo repugnante, lo sucio, lo aterrador.
Resaltando, asimismo, las vicisitudes y condiciones de los desposeídos, los sin
nombre, que como vemos existen desde que el mundo es mundo. Basta este párrafo:
“Cuando se iniciaron los dolores de parto. La madre de Grenouille se encontraba
en un puesto de pescado de la Rue de Fers escamando albures que había destripado
previamente.(…) Solo quería que los dolores de parto cesaran, acabar lo más
rápidamente con el repugnante parto. Era el quinto. Todos los había tenido en
el puesto de pescado y las cinco criaturas habían nacido muertas o medio
muertas, porque su carne sanguinolenta se distinguía apenas de las tripas de
pescado que cubrían el suelo y no sobrevivían entre ellas (…)”.
Una pequeña muestra de lo que
vendrá y el final será todavía más revelador e impactante. Sin ser una denuncia
social, lleva implícito una reflexión o critica acerca del comportamiento
humano y la sociedad. Su lado “más grotesco”.
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